El Monte de las Ánimas
 
La historia arranca una tarde del día de Difuntos, en el Monte de las Ánimas
(en la provincia de Soria), en el que Alonso, joven noble, le está contando a
su prima Beatriz una historia que pone los pelos de punta.


—Ese monte que hoy llaman de las Ánimas pertenecía a los Templarios, cuyo convento
ves allí, a la margen del río. Los templarios eran guerreros y religiosos a la vez. Conquistada
Soria a los árabes, el rey los hizo venir de tierras lejanas para defender la ciudad […] Entre los
caballeros de la […] orden y los hidalgos de la ciudad fermentó por algunos años, y estalló al fin,
un odio profundo. Los primeros tenían acotado ese monte, donde reservaban caza abundante
para satisfacer sus necesidades y contribuir a sus placeres. Los segundos determinaron organizar
una gran batida en el coto […] Aquello no fue una cacería. Fue una batalla espantosa: el monte quedó
sembrado de cadáveres. Los lobos, a quien se quiso exterminar, tuvieron un sangriento festín.
Por último, intervino la autoridad del rey: el monte […] se declaró abandonado, y la capilla de los
religiosos, situada en el mismo monte, y en cuyo atrio se enterraron juntos amigos y enemigos,
comenzó a arruinarse. Desde entonces dicen que cuando llega la noche de Difuntos se oye doblar sola
la campana de la capilla, y que las ánimas de los muertos  […] corren como en una cacería fantástica
por entre […]
los zarzales.

La relación de Alonso concluyó justamente cuando los dos jóvenes llegaban al extremo del puente
que da paso a la ciudad por aquel lado. […]

Los servidores acababan de levantar los manteles; […] algunos grupos de damas y caballeros
conversaban familiarmente […] Solo dos personas permanecían ajenas a la conversación general:
Beatriz y Alonso. […]

—Hermosa prima —exclamó, al fin, Alonso, rompiendo el largo silencio en que se encontraban—,
pronto vamos a separarnos […] y antes de que concluya el día de Todos los Santos […] puedes dejarme
un recuerdo, ¿no lo harás? —dijo él, clavando una mirada en la de su prima, que brilló como un relámpago,
iluminada por un pensamiento diabólico.

—¿Por qué no? […] ¿Te acuerdas de la banda azul que llevé hoy a la cacería? ¡Pues… se ha perdido! Se ha
perdido, y pensaba dejártela como un recuerdo.

—¿Se ha perdido? ¿Y dónde? […]
—No sé…En el monte, acaso.
—¡En el Monte de las Ánimas! —murmuró, palideciendo […]—. Otra  noche volaría por esa banda, y volaría
gozoso como a una fiesta; y, sin embargo, esta noche…tengo miedo […], las ánimas del Monte comenzarán
ahora a levantar sus amarillentos cráneos de entre las malezas que cubren sus fosas…

[…] Mientras el joven hablaba, una sonrisa imperceptible se dibujó en los labios de Beatriz, que, cuando hubo
concluido, exclamó en un tono indiferente y mientras atizaba el fuego del hogar, donde saltaba y crujía la leña,
arrojando chispas de mil colores:

—¡Oh! Eso, de ningún modo […] ¡Una noche tan oscura, noche de Difuntos y cuajado el camino de lobos!

Al decir esta última frase la recargó de un modo tan especial, que Alonso no pudo menos de comprender toda
su amarga ironía […]; movido como por un resorte se puso de pie, se pasó la mano por la frente, como para
arrancarse el miedo que estaba en su cabeza y no en su corazón, y con voz firme exclamó, dirigiéndose a la
hermosa […]:

—Adiós, Beatriz, adiós. Hasta… pronto.
—¡Alonso, Alonso! —dijo esta, volviéndose con rapidez; pero cuando quiso o aparentó querer detenerle, el joven
había desaparecido. […]

Había pasado una hora, dos, tres; la medianoche estaba a punto de sonar […] Alonso no volvía, no volvía, y a
querer, en menos de una hora pudiera haberlo hecho.

—¡Habrá tenido miedo! —exclamó Beatriz, cerrando su libro de oraciones y encaminándose a su lecho. […]
Después de haber apagado la lámpara y cruzado las dobles cortinas de seda, se durmió; se durmió con un sueño
inquieto, ligero, nervioso.

[…] Beatriz oyó entre sueños las vibraciones de la campana, lentas, sordas, tristísimas, y entreabrió los ojos.
Creía haber oído […] pronunciar su nombre […]. Pero su corazón latía cada vez con más violencia. […] 
Primero unas y luego las otras más cercanas, todas las puertas que daban paso a su habitación iban sonando
por su orden […]. Después, silencio; un silencio lleno de rumores extraños, […] suspiros que se ahogan,
respiraciones fatigosas que casi se sienten, la presencia de algo que no se ve, y que no obstante se nota […].
Veía […] como bultos que se movían en todas direcciones […]. Y cerrando los ojos intentó dormir…; pero en
vano[…]. Pronto volvió a incorporarse, más pálida, más inquieta, más aterrada. Ya no era una ilusión: las
colgaduras de brocado de la puerta habían rozado la alfombra, el rumor de aquellas pisadas era sordo, casi
imperceptible […]. Y se acercaban, se acercaban. […]

El aire azotaba los vidrios del balcón […] y las campanas de la ciudad de Soria […] doblaban tristemente por las
ánimas de los difuntos. Así pasó una hora, dos, la noche, un siglo, porque la noche aquella pareció eterna a Beatriz.
Al fin, despuntó la aurora. Vuelta de su temor, entreabrió  los ojos a los primeros rayos de la luz. […] Separó las
cortinas de seda del lecho, tendió una mirada serena a su alrededor, y ya se disponía a reírse de sus temores
pasados, cuando de repente un sudor frío cubrió su cuerpo, sus ojos se desencajaron y una palidez mortal

descoloró sus mejillas: sobre el reclinatorio había visto, sangrienta y desgarrada, la banda azul que perdiera en
el monte, la banda azul que fue a buscar Alonso.

Cuando sus servidores llegaron, despavorido, a noticiarle la muerte del primogénito de Alcudil, que a la mañana
había aparecido devorado por los lobos entre las malezas del Monte de las Ánimas, la encontraron inmóvil, crispada,
asida con ambas manos a una de las columnas de ébano del lecho, desencajados los ojos, entreabierta la boca,
blancos los labios, rígidos los miembros, muerta, muerta de horror.

Dicen que después de acaecido este suceso, un cazador extraviado que pasó la noche de Difuntos sin poder salir
del Monte de las Ánimas, y que al otro día, antes de morir, pudo contar lo que viera, refirió cosas horribles.
Entre otras, se asegura que vio a los esqueletos de los antiguos templarios y de los nobles de Soria enterrados
en el atrio de la capilla levantarse al punto de la oración con un estrépito horrible y, caballeros sobre osamentas
de corceles, perseguir como a una fiera a una mujer hermosa, pálida y desmelenada que, con los pies desnudos
y sangrientos, y arrojando gritos de horror, daba vueltas alrededor de la tumba de Alonso.

                                                                                                              Gustavo Adolfo Bécquer, Leyendas, Anaya.