La huella misteriosa
(Un claro de selva en una isla desierta del Océano Pacífico. En la izquierda, se ve un lanchón
volcado, con la quilla mirando al cielo. En el lanchón hay abiertas dos ventanas y una puerta…
Y en lo alto de la quilla, una chimenea. Todos estos detalles quieren decir que el lanchón sirve de
casa habitable a los ciudadanos que pueblan la isla. […]
Es en las primeras horas de la mañana.
Al levantarse el telón, en escena Bremón. Se abre la puerta del lanchón y aparece Emiliano.
Viste un traje de verdadero Robinson, hecho con pieles de animales).
Bremón.—Gracias a que ideé yo esto de retirarnos a una isla desierta…
Emiliano.—Que nos costó lo nuestro, porque es que no queda ya una isla desierta ni para
criar un galápago. Treinta y dos anuncios puse en La Correspondencia de España,
diciendo: «Isla desierta para un apuro necesitase». Y como si no…
Bremón.—Y menos mal que descubrimos esta pequeña colonia norteamericana, en la
que no hay fieras ni salvajes…
Emiliano.—No. Fieras no hay en la isla. Yo la he recorrido de largo a largo y de ancho a
ancho, y no he visto fieras. Cocodrilos, leones y tigres, sí hay… Pero fieras, lo que
se dice fieras, ni una. Ahora, salvajes…
Bremón.—¿Qué?
Emiliano.—Anteayer descubrí una cosa que no he querido decir a nadie…
Bremón.—¿Cómo?
Emiliano.—Ahora que no nos oyen los demás, a usted sí quiero comunicárselo, porque,
aunque científico, usted es todo un hombre, doctor.
Bremón.—¡Emiliano, me asustas!
Emiliano.—Anteayer, señor Bremón, al salir del lanchón por la mañana, igual que hoy,
y dirigirme a los corrales, a ver si había puesto huevo la avestruza, porque ya sabe
usted que el día que la avestruza pone huevos tenemos ya tortilla para todo el mes…
Bremón.—¿Qué? Acaba…
Emiliano.—Pues que al lado de la empalizada de los corrales, en el suelo, descubrí la
huella de un pie humano… […] Un pie desnudo, grande: un cuarenta y tres, horma
ancha, que no corresponde ni a usted ni a Ricardo ni a mí; pero que, además, como
le digo, era un pie desnudo. Las huellas se alejaban hacia el norte… Las seguí por
espacio de una hora y me condujeron hasta el lago, y al llegar allí perdí las huellas y
el reloj, que llevaba en este bolsillo (se señala el pecho), al inclinarme sobre el
agua.
Bremón.—Bueno, pero ¿las huellas?
Emiliano.—Pues de las huellas no he descubierto más, pero ya es bastante, porque
demuestra que la isla no está desierta, doctor.
Bremón.—Claro, claro…
Emiliano.—Y que el habitante misterioso va descalzo; así que o es un salvaje o un
naturista…
Bremón.—¡Un salvaje, Emiliano, un salvaje! Estoy seguro, porque nosotros llevamos
cinco años moviéndonos en la isla con entera libertad y él ha tenido que oír alguna
vez nuestras voces y tiros, y ver el humo de la cocina… Si fuese un náufrago habría
venido aquí, al oírnos. Pero cuando nos rehúye, es que es un pobre salvaje que nos
tiene miedo…
Enrique Jardiel Poncela, Cuatro corazones con freno y marcha atrás (adaptación), Vicens Vives.